
Parte 1 “El rincón del café” En un rincón donde las mesas de madera gastada guardan ecos de mil historias, el aroma a café recién molido se adueña del aire, flotando como un susurro que promete develar pedazos de una extraordinaria vida. Estoy sentada, rodeada de colores que estallan: mi camisa de un azul intenso … Continued
Parte 1
“El rincón del café”
En un rincón donde las mesas de madera gastada guardan ecos de mil historias, el aroma a café recién molido se adueña del aire, flotando como un susurro que promete develar pedazos de una extraordinaria vida. Estoy sentada, rodeada de colores que estallan: mi camisa de un azul intenso vibra bajo la luz, una taza roja brilla sobre la mesa como un latido, y el verde apagado de las plantas en macetas, susurra vida en las esquinas. La luz del sol se cuela por las ventanas, bañando todo en un dorado cálido que hace danzar los tonos, como si el mundo quisiera cantar antes de que ella llegue.
Llevo días esperando este encuentro, y los nervios me aprietan el pecho como si fueran a escribir por mí. ¿Estaré a la altura de su voz, de las palabras que brotaron de su mano y que hicieron hablar a las piedras? Ella llega, el aire se espesa, y aunque no huelo el humo del cigarrillo que cuelga de sus labios, siento el peso de recuerdos que no son míos.
Elena Garro se quita el abrigo, lo coloca sobre la silla, me saluda con un gesto, y el aire del café parece contener mi aliento. No puedo evitar sorprenderme: ha aparecido en blanco y negro —pelo, piel, ropa—, una figura arrancada de una película antigua. Su vestido oscuro cae en pliegues elegantes, su cabello plateado brilla como un verso olvidado, y sus ojos grises me atraviesan, cargados de una intensidad que absorbe los colores a mi alrededor.
Sus manos, quietas sobre la mesa, parecen sostener algo invisible: un pedazo de un poema, “alla donde encontramos lo perdido”, se dibuja como eco de una vida que se le escapó.
“Te esperaba”, digo, mi voz temblando bajo la fuerza de su mirada. Me lanzo directo a lo que quiero saber: “Cuéntame cómo cargaste el dolor —en Nueva York, en Europa— sabiendo que México seguía latiendo en tus palabras. ¿Cómo hiciste del realismo mágico tu refugio?” Ella inclina la cabeza, da una calada al cigarrillo y el humo dibuja una voluta en el aire, enroscándose como una serpiente que lleva el aroma de una vida lejana. Fuma, nadie más la ve, solo yo. Sus ojos se pierden en el ventanal, como si viajara en el tiempo, frente a ella aparece un París helado, las calles estrechas de Madrid y Nueva York con sus largas torres.
“El exilio no era un solo lugar, era un castigo”, responde, su voz grave cortando el murmullo del café como un verso afilado. “Después de Tlatelolco, de las acusaciones que me marcaron como traidora, no llevaba maletas, llevaba heridas. Octavio estaba en su mundo —embajadas, poemas, amantes—, y yo era un espectro, una mujer que escribió “Los recuerdos del porvenir” pero encadenada a su recuerdo no podía recordar lo que es la libertad.”
Su dedo traza un círculo en la mesa, y las grietas de la madera brillan por un instante, un verde que susurra el nombre de un río mexicano.
Se detiene, y el silencio pesa como una página en blanco. “El exilio me enseñó el frío, no del clima, sino del alma. En todas partes, las calles eran grises, los edificios mudos, y mis palabras se sentían apagadas. Pero México no me soltaba. Lo llevaba en los huesos: casas que respiran, pueblos donde el tiempo se quiebra, mujeres que caminan con fantasmas. El realismo mágico no fue una elección; fue mi salvación. Era mi manera de pintar el dolor con colores lo que no se podía borrar.”
Por un instante, creo ver un destello rojo en sus manos, como si sus palabras hubieran tocado la taza sobre la mesa, pero sigue en blanco y negro, una poeta atrapada en su propio mito. Pienso en su vida: el matrimonio con Octavio Paz, un amor que fue jaula, él prohibiéndole la poesía, celoso de su luz. Los versos que quemó por miedo a su sombra. El exilio tras 1968, huyendo con su hija Helena tras el divorcio, viviendo en la precariedad mientras su pluma incansable llenaba cientos de hojas.
“¿Y Octavio?”, pregunto, temiendo romper el hechizo. “¿Cómo escribiste bajo su sombra, sabiendo que quería silenciarte?” Su sonrisa irónica corta el aire, y aplasta el cigarrillo contra la mesa, un gesto lento, como si apagara un incendio antiguo.
“Octavio era un sol que quemaba”, dice, su voz teñida de tristeza y desafío. “Pintaba el mundo con sus versos, y yo debía ser el lienzo, no la pluma. Cuando escribí “Los recuerdos del porvenir”, lo hice a escondidas, robando mi propia voz. Me dijo que la poesía era suya, que no debía tocarla, y yo… quemé poemas que nadie leerá porque temía su mirada. Pero el realismo mágico me dio alas. No necesitaba su permiso para hacer que las piedras hablaran, que los muertos caminaran. En Europa, mientras él brillaba, yo escribía para no desaparecer.”
El silencio cae, pesado como el humo que imagino. Su figura en blanco y negro se vuelve más nítida, una poeta cuya voz trasciende el café. Pienso en “Felipe Ángeles”, en “La semana de colores”, en cómo su prosa canta poesía, tejiendo magia desde el dolor. “¿Valió la pena?”, pregunto, casi sin querer. Sus ojos brillan, y por un segundo el café parece un pueblo mexicano, con un río que murmura su nombre.
“Valió la pena porque mis palabras siguen aquí y ahora se han colado en tu existencia”, dice, su voz un verso que no necesita papel. “No en colores, tal vez, pero en palabras. Y las palabras son lo que queda cuando todo se pierde.” Se levanta, y la mesa tiembla, sus grietas susurrando un adiós.
“Te veo en el pueblo, te haré saber cómo llegar”, murmura, desvaneciéndose en el aire. Me quedo sola, con el aroma a café y el azul de mi camisa más vivo que nunca. En mi mano hay una pluma que no recuerdo tomar, y comienzo a escribir de la de la poeta que nunca se calló.
DZ