
Su libertad tuvo un precio devastador: dejar a sus hijas, el destierro, la incomprensión y una tristeza que, silenciosa, la fue devorando hasta casi matarla de tristeza, aunque el parte médico señala un paro cardíaco
Es una fría noche de enero de 1982. Estamos en un restaurante parisino y, de pronto, el espíritu indomable de Feliza Bursztyn se apaga. Su muerte, lejos de la tierra que la vio nacer y que tanto la hirió, encarna el precio de ser una voz disidente en un mundo donde la política y la cultura se ahogaban en opresión. Frente a ella, Gabriel García Márquez, testigo de su partida, anota: “Murió de tristeza”. Sus palabras resuenan como un eco amargo.
Ese epitafio mordaz marca el inicio de “Los nombres de Feliza”, la obra más reciente de Juan Gabriel Vásquez, publicada en 2024. Con una prosa cargada de metáforas sutiles —elegante, precisa, honda—, que va tejiendo realidad y ficción, Vásquez nos sumerge en la vida de una artista que desafió su tiempo. La novela explora su exilio físico y emocional, y las fuerzas de una Colombia convulsa que arrastraron su destino en esa época.
La novela arranca con Vásquez, un narrador obsesionado por descifrar el enigma de su historia. La muerte por tristeza resuena en su mente fértil y, así, se va revelando el relato a través de Pablo, su segundo esposo, quien acompañó sus últimos diez años. Con su memoria prodigiosa, él fue desvelando poco a poco sus secretos. Entre su voz pausada y la narrativa del periodista, nos guía por Bogotá, Cali y París, reconstruyendo su vida con una mezcla de investigación periodística e imaginación literaria.
Feliza, hija de judíos polacos exiliados, se enfrentó a un país conservador y machista con su risa estruendosa y esculturas de metal retorcidas, desafiando las estructuras que, como una camisa de fuerza, marcaban la moral sexual, la religión, la sociedad artística, la política y las conductas morales. Sus obras, provocadoras, desafiaban el arte tradicional y se teñían de rebeldía, dejando claro que no se doblegaría, aun cuando el padre de sus hijas le rompió la mano para que no fuera artista. Ese estruendo doloroso se refleja en la novela, mostrando al lector las tensiones de un siglo XX con cicatrices en carne viva.
Su libertad tuvo un precio devastador: dejar a sus hijas, el destierro, la incomprensión y una tristeza que, silenciosa, la fue devorando hasta casi matarla de tristeza, aunque el parte médico señala un paro cardíaco.
En un pasaje memorable, imagino a un joven periodista, con gafas de marco grueso y un cuaderno lleno de garabatos, preguntando: “¿En qué está trabajando ahora?”. “En contestarle a usted”, responde ella. Estas respuestas irreverentes, irónicas y de libertad desafiante, muestran cómo disfrutaba del desconcierto que producía en quienes intentaban encasillarla, o comprenderla con preguntas simplistas. Sus “respuestas crípticas”, como si “nada la divirtiera más que despistarlos”, sugieren una voz juguetona pero cortante, que usa el humor y la ambigüedad como arma.
La imagino a través de las pinceladas del autor: el humo de su cigarrillo flotando entre los periodistas que la entrevistaron, la melena negra con mechones salvajes cayendo sobre su rostro, salpicada de gris, como si el tiempo hubiera dejado huellas de su exilio y sus batallas. Veo su sonrisa irónica, que apenas oculta su cansancio. Quizá, después de cada entrevista, se pusiera a hacer una escultura con las sobras de su vida, o se sentara a ver cómo el mundo se quemaba.
Vásquez se funde con Feliza, cargando el relato de ironía y desolación, mostrando destellos de la complejidad que se despliega en fragmentos. Con una narrativa introspectiva y un lenguaje magistral, explora la memoria, la historia y la identidad de Feliza, no sólo como artista o como mujer, sino como un ser humano atrapado en su propia historia. A través de entrevistas con Pablo Leyva, su esposo, y otros testigos, ella emerge con múltiples rostros: una revolucionaria que simpatizó con la Revolución Cubana, pero rechazó la violencia y el dogmatismo de la izquierda; una mujer que, en un mundo de hombres, fingió locura para ser libre.
Políticamente, la novela radiografía cómo el poder en Colombia destrozó vidas. Feliza lo sufrió en carne propia. Vivió entre el Bogotazo de 1948 y la represión de los 80. Su exilio en octubre de 1981, tras pasar tres meses escondida en la embajada de México en Bogotá, desnuda la intolerancia hacia los artistas disidentes. Vásquez muestra cómo el machismo y el conservadurismo la empujaron al abismo. Con instalaciones que despertaban rabia y compasión, Feliza reflejó las contradicciones de su tiempo. Fue un espejo roto. Su historia nos obliga a meditar sobre el costo de la censura y la exclusión en una nación herida.
DZ