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El telar de París

El aire de París es un velo gris, húmedo, que se pega a la piel como un poema inacabado. Estoy de vuelta ahora entro en el Café de Flore, pero no es el rincón vibrante de hace catorce días, ni la plaza donde los árboles susurraban hace siete; este es un lugar de mármol gastado, donde el aroma a café se mezcla con lluvia el olor a sobaco y tabaco. Aunque lejos el pueblo mexicano ha cruzado el océano para tejerse en estas paredes.

Sonrío, llevo mi camisa azul intenso, que ahora se apaga bajo una luz mortecina, y los colores —el rojo apagado de un mantel, el verde musgo de una cortina— se desvanecen en un sueño monocromo. Los espejos reflejan el río Balsas, la plaza con el reloj que marca el tiempo al revés, una niña que llora sangre.

Elena Garro está frente a mí, no se ha pintado de color, sigue apareciendo en blanco y negro, su vestido oscuro. Su cabello destella como en el pueblo, pero sus ojos grises arden con una certeza nueva, como si supiera que este momento es el último que me presta para tejer algo de su historia.

Un gato negro con ojos de brasas se enrosca a sus pies, y un humo invisible dibuja palabras que flotan y se deshacen: “exilio”, “poesía”, “libertad”. La mesa es la misma, con grietas que brillan doradas, llevando el eco de nuestro primer encuentro, del café primero.

No estamos solas. En una mesa al fondo, se refleja la silueta de Octavio Paz. Su presencia me corta el aliento, como un verso que no invité. Está en colores —un traje marrón, una bufanda roja que muestra su atrevimiento—, rodeado de un aura dorada que lo hace un sol inalcanzable. Escribe en un cuaderno, como si reclamara el espacio. Elena lo ve, y sus manos se tensan, las uñas marcando la mesa como si quisiera romper un silencio de años.

“¿Por qué está aquí?”, pregunto, mi voz temblando como en el primer café. El gato levanta la cabeza, y el espejo muestra un destello: papeles ardiendo, versos devorados por llamas. Elena se inclina, y el humo forma una palabra: “silencio”.

“Porque su sombra nunca se fue”, dice, su voz grave como un poema que se escribe solo. “En nuestro primer encuentro, te hablé de mi dolor; en el pueblo, de mi magia. Aquí, te hablaré de mi voz.” Se pone de pie, y el café vibra. Los espejos muestran el mercado y las calles de Montmartre, una mujer escribiendo a escondidas.

“Me robaste la poesía, Octavio”, dice, mirándolo aunque no responde. “Quemé versos por tu miedo, dejé que tu sol apagara mi luz. Pero yo hice cantar a las piedras en “Los recuerdos del porvenir”, di voz a los fantasmas en “Felipe Ángeles”. Mis poemas, como ríos, hallaron su cauce, y ningún fuego los detuvo.”

Su reclamo es un canto poético, no de ira sino de triunfo, y el gato maúlla, un sonido que resuena como un verso libre. Imagino un poema suyo, sobrevivido al fuego: “El silencio pesa, pero la piedra canta si la dejas.” Octavio se desvanece, su bufanda roja disolviéndose en la nada, dejando el cuaderno en blanco. Miro mi camisa, su azul vibrante contra el gris del café.

Helena su hija aparece, etérea, se sienta junto a Elena, tejiendo un bordado de hilos plateados. Su rostro es un eco suave de su madre, cargado de las heridas del exilio. “Helena”, murmura Elena, su voz quebrándose como en el pueblo. “Te llevé a París, a la precariedad, cargada con las mentiras de Tlatelolco. Escribí para ti, poemas y cuentos, para que supieras que la poesía salva.” Helena no habla, pero su bordado muestra un gato bajo un cielo estrellado, y el gato a los pies de Elena parpadea, como si supiera.

“Los gatos fueron mi libertad”, dice Elena, mirándome. Un gato gris con ojos de esmeralda salta a la mesa, dejando huellas que brillan a la luz del salón. “En París, cuando el gris lo cubría todo, ellos venían. Los recogía de las calles, los dejaba dormir conmigo. Cada maullido era un poema que no escondí, un canto que Octavio no tocó.” Ese secreto, susurrado en cartas, me golpea: los gatos, musas de la poeta que nunca dejó de ser.

Remedios Varo surge en un rincón, está pintando un lienzo que flota como en el pueblo. Sus pinceladas tejen un río mexicano que abraza una calle parisina, gatos caminando bajo un cielo de palabras, Elena y Helena unidas por hilos de luz.

El lienzo respira, y los colores —azul, rojo, verde— inundan el café, tocando mi camisa, la mesa, el vestido de Elena. Un dorado suave tiñe su figura, como si la poesía le devolviera su luz.

“Este café es todos los cafés”, dice Elena, sonriendo con la calidez del primero. “Mis palabras están en ellos, en el pueblo, en ti.” El humo forma un verso final —”La piedra canta, el silencio vuela”— y el café se desvanece. Los espejos se rompen sin ruido, los gatos se esfuman con un destello, y el lienzo de Remedios se disuelve, dejando su luz. Mi camisa azul brilla, y los blancos y negros de Elena se funden con un dorado nocturno, como si todos los lugares donde nos encontramos fueran uno.

Me quedo sola, pero no vacía. El aroma a café persiste, y en mi mano empuñó la pluma con la que he venido escribiendo en un cuaderno que está lleno de tachones. La guardo, sabiendo que lleva la voz de Elena, la poeta, la narradora, la que nunca se calló.

DZ

Nota al margen

Elena Garro (1916-1998) fue una escritora, dramaturga y poeta mexicana, considerada una de las figuras más destacadas del realismo mágico y la literatura del siglo XX en América Latina. Nació en Puebla, México, y pasó su infancia en Iguala, Guerrero, un entorno rural que impregnó su obra con una sensibilidad única hacia lo cotidiano y lo fantástico. Estudió literatura y coreografía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde conoció a Octavio Paz, con quien se casó en 1937. Su matrimonio, marcado por tensiones creativas y personales, influyó profundamente en su vida: Paz, celoso de su talento, le prohibió escribir poesía, orillándola a quemar muchos de sus versos. Sin embargo, Garro encontró en la prosa y el teatro una voz propia, publicando obras como “Los recuerdos del porvenir” (1963), una novela pionera que fusiona tiempo cíclico y magia con la realidad mexicana, y piezas teatrales como “Felipe Ángeles” (1979), que reflejan su compromiso social y su lirismo.

Tras su divorcio de Paz en 1959, y las acusaciones tras la masacre de Tlatelolco en 1968 —donde fue señalada injustamente como informante—, Garro vivió un exilio prolongado en Nueva York, España y Francia, acompañada de su hija Helena. Este periodo de aislamiento y precariedad fortaleció su escritura, que se convirtió en un refugio contra el dolor y la opresión. En París, donde pasó gran parte de sus últimos años, escribió obras como “La semana de colores” (1964) y “Un hogar sólido” (1958), tejiendo su experiencia de desarraigo con elementos mágicos y poéticos. A pesar de las adversidades, su obra trasciende como un testimonio de resistencia, y su legado, a menudo eclipsado por el de Paz, ha sido revalorado como una contribución esencial a la literatura mexicana. Murió en Cuernavaca en 1998, dejando un cuerpo literario que sigue resonando por su profundidad emocional y su capacidad de transformar lo invisible en palabras eternas.