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En la isla de Manhattan, corazón de Nueva York, frente a la Estatua de la Libertad, símbolo, para los migrantes llegados de Europa y Asia, de la gran aventura del sueño americano, de la esperanza de tener una realización humana que su país les negó. En la isla de Manhattan, vorágine de los negocios globalizados, selva de rascacielos. Uno de éstos: la Torre Trump, construcción bautizada con el apellido de su dueño, el ególatra y narcisista magnate del sector inmobiliario y de otros rubros, Donald Trump, sirvió para que éste se proclamara, en junio del año pasado, precandidato a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano.

En un principio la noticia fue motivo de mofa, generó chistes por la ignorancia y la personalidad de Trump, rematada con un ridículo tupé. La risa cesó en cuanto afloró el verdadero talante del precandidato: un fascismo más grande que su edificio; un racismo más considerable que el tamaño del neoyorquino Central Park que su compañía remodeló; un odio hacia los inmigrantes más tremendo que las cinco veces que se ha declarado en bancarrota, de la que salió, en 1999, gracias a la herencia de 300 millones de dólares que le dejó su padre.

Precisamente, uno de los atractivos que Trump tiene para el estadounidense medio es que pese a sus quiebras, con la herencia paterna levantó un emporio que hoy según la revista Forbes, vale 4,000 millones y medio de dólares. Las encuestas indican que la lógica de este fenómeno es que si el empresario del irrisorio copete consiguió fundar un negocio multimillonario y próspero, podrá hacer lo mismo con la economía de los Estados Unidos.

Todos los mítines y reuniones del magnate tienen un tono fascista que se manifiesta cuando el precandidato pide a sus partidarios levantar el brazo derecho a la manera de los nazis; el nieto de migrantes alemanes, ha ido imponiendo ideas (¿?) y estilo en el sector más conservador del partido del elefante, de tal suerte que ya está posicionado como el más probable candidato a la presidencia de Estados Unidos; aun contra la opinión de los republicanos conscientes, quienes, al igual que los intelectuales, las personalidades del espectáculo, los seres pensantes, los analistas y los medios de comunicación, perciben en Donald Trump una réplica, en el siglo XXI, de Adolfo Hitler, en la primera mitad del siglo XX.

El día que manifestó su deseo de participar en las primarias de los republicanos, dijo que los mexicanos “están trayendo drogas, están trayendo crimen. Son violadores”. Sobre los musulmanes pidió detener la entrada de éstos en Estados Unidos de forma “total y completa”. La xenofobia de Trump se ha manifestado también contra inmigrantes asiáticos, principalmente japoneses. Además, en cuanto ataca a un colectivo dice tener muchos amigos dentro de él, sean negros, musulmanes, homosexuales, latinos o mujeres. En fin, no se vale engañar a la gente así.

Con una egolatría más grande que los cabellos —¿o estropajos?— que le cubren sus tres dedos de frente, hizo célebre el enunciado: “Podría pararme en la Quinta Avenida y empezar a dispararle a la gente y, aun así, no perdería votantes”.

En otro orden de chingaderas, Trump se burló en público, haciendo una grotesca imitación del reportero Serge Kovaleski, del New York Times, que tiene una discapacidad física y mueve los brazos con dificultad. Mandó sacar al mexicano Jorge Ramos de una conferencia de prensa por no gustarle su pregunta. Sus guardaespaldas y partidarios han golpeado a latinos y afroamericanos que han cuestionado sus decires.

El que fuera dueño del concurso Miss Universo es un misógino. Durante uno 
de los debates de precandidatos, la conductora de Fox News, Megyn Kelly, presionó a Donald sobre expresiones que hizo en el pasado acerca de las mujeres a las que llamó “cerdos gordos”, “perros desagradables”, “animales repugnantes”. Molesto, Trump manifestó que el tema no venía al caso. Luego expresó que la conductora fue dura con él porque tenía la menstruación: “Podías ver cómo le salía sangre de sus ojos. Le salía sangre de su… donde sea”.

Tal vez por lo raro de su copete, Trump tiene ideas descabelladas, como la de expulsar a 11 millones de mexicanos de Estados Unidos y mandar construir un muro en los 3,185 kilómetros de frontera. La construcción tendría un costo de 8,000 millones de dólares que, según el pinche loco del Donaldo Trompeta —así le diremos en lo sucesivo—, tendría que pagar México; de otra manera, nos declarará la guerra. (¡Ay nanita!)

Lo bueno es que en México tenemos una inteligencia similar a la del güero, se llama Vicente Fox y, aun sin haber estado en las primarias, brilla con luz propia. A la propuesta del muro pagado por los mexicanos comentó: “No voy a pagar por su fucking (jodido) muro. Que lo pague él. Él tiene dinero”. Cualquiera pensaría que un expresidente de la República debería apelar a la soberanía nacional y oponerse desde el punto de vista del derecho internacional a la absurda idea del gringo. Sin embargo, Fox no tiene cerebro de estadista sino de mercachifles. Para empezar, sólo piensa en él al declarar, en primera persona, su reticencia a pagar. Y sugiere que el muro lo pague Trump, con lo cual implícitamente está concediendo legalidad a su existencia. ¿Quién estará más fucking de la mente: Vicente Fox o Donald Trompeta?