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Hoy he decidido ponerle fin a la breve historia de las sucesiones presidenciales que desde hace dos semanas he escrito. Todo comenzó cuando el presidente de la República, Peña Nieto, oficializó 10 cambios en la composición de su Gabinete. De los cambios propuestos fueron dos los que consideré más interesantes; ambos dieron origen a la seguidilla de columnas sobre cómo fueron los procesos de sucesión presidencial al interior del PRI desde la candidatura del licenciado Miguel Alemán, primer presidente civil después de la Revolución, hasta la llegada de Carlos Salinas de Gortari, que encabezó el primer gobierno neoliberal que fue el del presidente Miguel de la Madrid, de quien mientras gobernara fue su eminencia gris y posteriormente su geriatra, al diagnosticarle “senilidad prematura”, basado en los síntomas manifestados en una entrevista con Carmen Aristegui; don Miguel expresó sólo incongruencias como la de afirmar que Carlos fue cómplice de la corrupción de sus hermanos Enrique y Raúl y que se robó la mitad de la partida secreta.

Pero decía yo, básicamente, fueron dos los cambios o enroques que provocaron mi afán de escribir la manera en la que en los gobiernos del PRI imperaba el Gran Dedo del presidente para interpretar de manera portentosa el sentir de las fuerzas vivas de la nación y señalar al hombre recipiendario de todas las cualidades para ejercer el poder y continuar con la gran obra emprendida por el antecesor.

Aunque, en la mayoría de las ocasiones, el sucesor marcó su distancia de quien lo precedió en el poder. Por eso tenemos elefantes blancos, construcciones que mal acabó o no alcanzó a terminar un gobierno y que el siguiente no quiso terminar o usar por no estar en sus planes o por considerarlas inútiles. Lo mismo ha sucedido con programas sociales y educativos. Ha habido presidentes que no quieren saber nada de la obra de su predecesor, al que, por cierto, colmaban de elogios —“estadista y visionario”— cuando estaba en el poder. Obvio que de no rendir pleitesía y hablar elogiosamente del Ejecutivo en turno no hubieran llegado a ningún lado.

Algunos a pesar de cumplir, puntualmente, con el tema del elogio y la zalamería, de todos modos no llegaron y entonces trocaron las cañas por lanzas y la zalamería por mentadas de madre. Tal fue el caso del recientemente fallecido Manuel Camacho Solís, quien —según se supo— cuando él, Salinas y Emilio Lozoya Thalmann eran estudiantes universitarios, hicieron un pacto de honor que consistía enque el primero en llegar a Los Pinos le pasaba la estafeta al otro. Sin embargo no fue así, el “pacto de los toficos” no fue respetado por Salinas, quien se inclinó por Luis Donaldo Colosio.

Algo debió sospechar Camacho de la intención de Salinas de ignorar el pacto cuando no lo nombró secretario de Gobernación sino Regente del Distrito Federal. En cambio preparó y llevó de la mano a Luis Donaldo Colosio, primero como senador, luego como presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI y, finalmente, lo puso al frente de la Secretaría de Desarrollo Social, la favorita del sexenio salinista, la clientelar, de donde emanó el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol), eje de la nueva política social, cuyo objetivo era atender a un gran número de mexicanos que vivían —y siguen viviendo— en condiciones de pobreza.

El 28 de noviembre de 1993 Luis Donaldo Colosio es nombrado —al parecer, por Carlos Salinas— candidato del PRI a la Máxima Magistratura. Como dato adicional, ya para entonces el creador del Tapado, el dibujante Abel Quezada, lo había abolido en 1989.

Ernesto Zedillo, a la sazón secretario de Educación Pública, fue nombrado coordinador de la campaña. Por este motivo, al ser asesinado Colosio, todavía no sabemos bien a bien si por alguno de los tres Aburtos o por la nomenclatura priísta, pudo ser designado candidato a la Presidencia de la República mediante un videodestape en el que mucho tuvo que ver el entonces gobernador de Sonora, Manlio Fabio Beltrones.

Y aquí llego a los dos hombres del Gabinete de Peña Nieto que ocupan puestos similares a los ocupados por Colosio y Zedillo, y que me interesan tanto por la coincidencia en los cargos que ocupan como por sus llamativas y poco desgastadas personalidades. Se trata de José Antonio Meade, secretario de Desarrollo Social y Aurelio Nuño, secretario de Educación Pública. Su presencia en el Gabinete los inscribe, en automático, en el Gran Hándicap Los Pinos 2018 en el mismo elenco en el que están —todavía— los deteriorados secretarios de Gobernación y de Hacienda. Pero la cosa no está fácil, recién leo el artículo 166 fracción IX de los estatutos del Partido Revolucionario Institucional, que a la letra dice: “Para los casos de presidente de la República, gobernador y jefe de Gobierno del Distrito Federal se requerirá acreditar la calidad de cuadro, dirigente y haber tenido un puesto de elección popular a través del Partido, así como 10 años de militancia partidaria”.

Hasta donde sé, ni Meade ni Nuño han ocupados cargos de elección popular, pero los estatutos pueden enmendarse siempre y cuando lo ordene el presidente de la República, que es el jefe máximo del partido, y la medida cuente con la simpatía del Presidente del Comité Ejecutivo Nacional del mismo, nada menos que el licenciado Beltrones. Sí, el del videodestape, sólo que para entonces (2018) puede tener otros objetivos políticos.